27 octubre 2006

Mi alma ardía tanto como lo podía hacer el sol con la tierra. Era un infierno, sí, un infierno de esos que te hacen transpirar hasta los ojos. Me ardían. Calor sofocante. Costaba respirar, tanto como mirar, me ardía todo. Sentía que me quemaba, era el sol, estoy seguro.

Saltamos la pandereta, no sabía qué casas eran, pero estaban nuevas. Recién entregadas, dispuestas a que pequeñas familias burguesas las anidaran. ¡Era perfecto! Un par de movimientos, un salto y otro y listo.

Martín fue primero. Él siempre llevaba la batuta en todo, no sé por qué, pero siempre lo hacía. Mandaba a todos, como si se creyera el dueño de la pandilla.

Rompimos el vidrio, no había nadie, pero estaba toda la casa amoblada. “El televisor primero y los equipos caros” comentó el Rana. Yo tomé un compact disc del comedor. “No seai huevón culiao, esas huevás no sirven” gritó el Corneta.

Corneta era amigo del Rana, se conocieron en la población cuando eran chicos. Jugaban a la pelota juntos, ahí se hicieron amigos inseparables. Amigos desde carretes hasta atracos en pequeños locales. El Rana y el Corneta eran inseparables.

“Conchetumadre, los pacos…Corran los huevones” Gritó uno de los del grupo.

Balazos.

El Rana con el Corneta sacaron los revólveres y el resto con puras hechizas.

Balacera en mala.

Pesqué un bolso y salí corriendo “que se maten los culiaos” pensé. Dentro llevaba unos pendrives, el notebook y un par de relojes y chuchearías.

Salgo por el patio, el Corneta corre detrás de mí. ¡Paf! Balazo. Corneta cae y lo miro, sangraba como condenado “Ayúdame conchetumadre” sollozaba. “Ahora sí que quedaste corneta feo culiao” respondí.

Tomé su revolver y salte la pandereta. Combo en pleno hocico. Los pacos. Conchetumadre, cagué. Mala onda…

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