21 noviembre 2005

Aún no he editado nada de esto, pero de igual manera los iba a subir.



Calibre 41.

Era calibre 41, lo recuerdo bien, la había sacado del cajón de mi padre la noche anterior, mientras él golpeaba a mi madre en el living. Le daba fuerte, los gritos de ella ya casi no se oían producto de las patadas en las costillas. Todo me daba vueltas, el Valium había hecho efecto, se lo saqué a mi madre. Ya hacía años que tomaba esas cosas para disminuir el dolor de las golpizas, supongo.
Aquí todo es distinto desde que Martín se fue, sin aviso, sin ninguna despedida previa, tan solo cortó sus muñecas de manera vertical, no horizontal como lo hacen en las películas, así te demoras mucho desangrándote decía el doctor de la morgue. Estoy seguro que no quería sufrir y así fue. Su rostro se veía tranquilo, pálido y se podría decir que hasta angelical, se veía tan bien que me dio envidia verlo tendido tan apacible sobre la cama, como si se hubiese quitado un peso de encima. Les tuvo respeto a mis padres, eso está claro, se suicido como lo hacen los grandes, preocupándose de cada detalle, dejando la sangre en tarros, las sábanas blancas, de todo. Creo que lo hizo por pena más que nada, por mi madre. Debe ser terrible limpiar lo que deja un muerto, sobre todo si lo que más sobra en la pieza es sangre, hay que tener pellejo, por eso mi hermano no lo hizo. La quería, de eso estoy seguro.
No me dio pena en ningún momento, ni cuando vi el espectáculo en su dormitorio o en su funeral, todo fue muy rápido y calculado, mi padre que al parecer poco le importó o eso aparentaba, por fuera es como una roca, pero tiene finalmente un corazón de niño, lo sé porque en sus ojos había tristeza, mi madre siempre decía que los ojos son el espejo del alma, si así era, entonces Rodrigo Farias tenía mucho dolor. Según él, Martín era lo mejor que había engendrado. El alumno destacado, puntaje nacional, Universidad estatal, mujeres, todo lo que un padre espera de un hijo. Era de esos niños prodigios cuyas madres hablaban en sus reuniones con amigas a la hora del té. Que Martín acá, que Martín allá, todas como buitres sobre la presa, cada una tratando de dejar a su crío como el ejemplo a seguir. Al final de cuentas ellas siempre te sacaban uno que otro chico del barrio en cara. Podrías ser como Jaime, tiene tan buenas notas y es tan tranquilo. Pobre cabro anda aspirando coca en cada fiesta que vamos, se toma 2 botellas de whisky cada vez que puede y la incontable cantidad de veces que le ha sacado los calmantes a su madre para combinarlo con aspirinas y así quedar High.
También había hecho esas combinaciones, te sientes entre el cielo y la tierra, alucinas con cosas que nunca te habrías imaginado, con esas cosas que solo están en tú mente. Mi experiencia fue con arañas, les tengo un terror enorme, bajaban cientos de ellas por todas partes del techo, entré en un estado de pánico total, si no es por el Jaime seguro me lanzo por el balcón de su departamento. Si mi madre supiera como es Jaime, si supiera.

Martín no le tenía miedo a nada, eso reflejaba a su público, a la audiencia del estadio, al paseo ahumada, a donde fuera resaltaba siempre, era de esas pequeñas lucecitas que se prenden en la gris ciudad; me dijo una vez su ex novia. Cuando te vas todo pareciera ser ex; ex departamento, ex familia, ex colegio, ex vida. Como si todo lo que has pasado con esas cosas o personas se disminuyeran a dos palabras. A mi hermano se le había caducado el carné dos días antes de partir, ni que hubiera planeado hacerle también un favor al registro civil, mi ex hermano realmente las sabía hacer todas.

Nadie se explica por que cresta se mató, si era tan buen cabro, lo querían todos por acá, era como el choro de la población, ese que todos quieren e idolatran y cuando parten va toda la gente a verlo, hasta el recorrido fúnebre utiliza como cábala pasar por la cárcel donde se hospedó tantas noches, así todos sus compañeros de oficio tienen la oportunidad de despedirse del finado. Así era mi hermano de conocido, si hasta famosos llegaron el día del entierro, seguramente son de esos actores que una vez que jubilan les pagan de llorones en la funeraria, había leído dos casos en el diario, se titulaba El pago de Chile, lo encontré absurdo. Si trabajaste toda tú vida sobre las tablas, no te quita dignidad llorar sobre las tablas de algún muerto, al fin y al cabo es trabajo y que estés pasado a cebolla o te pongas Mentolatum en los ojos no deja de ser un sacrificio.

Pero ahí estaban todos ellos, no lloraban eso sí, más bien se veían perdidos dentro del funeral, todos esos famosos que no están acostumbrados a lo opaco y tétrico. Prefieren estar todos maquillados y con el flash sobre sus ojos. No era ese su mundo, tampoco el mío.

A veces me pregunto sí cuando muera ira harta gente a mi entierro, se acordaran de mí, si irá mi primera polola, el chofer de micro que le pegué cuando me chocó el auto o mi profesor del Instituto. Me preguntó si se llenará como el funeral de Lennon o el de Lady Di, ¿Me conocerá tanta gente? ¿Será como el de mi hermano? No creo, si de mi círculo de amigos no salgo y realmente son pocos, muy pocos los conocidos. Soy de esas personas que pasan desapercibidas, esas que se sientan en la esquina de las salas, se ponen rojas cuando les hablan y prefieren callar en vez de gritar cuando los pasan a llevar, yo todo lo guardo, como un cofre. Por eso la gente me comenta tantos secretos, saben que no los diría por ningún motivo. Si tan solo se me saliera uno. El de Sofía por ejemplo su aborto cuando íbamos en el colegio o el de José cuando trató de engañar a su mujer en Estados Unidos con la secretaria. Creo que si comenzara a decir todas las confesiones, mi entierro se llenaría de colados, como los de las fiestas, esos que nunca nadie invitó. Todos esos confesores querrían mirar mi tumba para escupirla o echarme una puteadita, para no irme tranquilo supongo.

Ahí estaba aún mi padre pegándole a mi madre, ella ya casi no grita por los golpes en las costillas. Yo con la calibre 41 en mis manos, decidido más que nunca a usarla, no podía soportar que todos los aniversarios de la muerte de Martín terminaran en golpizas e insultos. ¿Cómo el recuerdo de un buen joven podía terminar en puras tragedias? Ya se habían olvidado del matrimonio, porque alguna vez lo tuvieron y eso está claro; cuando estaba vivo íbamos todos al parque a jugar a la pelota o a encumbrar volantines y en eso sí que me destacaba, era el as del balón y del cielo, cosa que él jamás logró conseguir.
Ya no quería ver este retrato nunca más, desde los quince años que mi padre llegaba borrado a la casa atizándole golpes a la muralla, sacando a mi madre de la cama y golpeándola hasta que quedará tonta. Luego iba a mi pieza y me decía, ojala estuviera mi campeón en esa cama. Yo me sentía destruido, incompleto, crecí sin mis padres y aún fuera de la casa tenían el descaro de llamarme y volver a recordarme esa frase, siempre un 19 de octubre.
No iba a soportar mas la situación, está iba a ser la última comida familiar que tendría que aguantar, tenía el arma. Tenía el poder sobre mis padres, ese poder que tiene un gusto rico, las armas las carga el diablo, tentador. El revolver tenía 6 orificios y dentro de uno de ellos iba la bala, la que cambiaría todo, la historia de mis padres, mi historia. Si por algún motivo el proyectil no salía, les habría dado un buen escarmiento, así no se olvidarían jamás de quien es su hijo, el segundo de la familia.
Me acerqué con el revolver lentamente hacía el living, ahí estaban los dos forcejeando, mi padre de rodillas y mi madre tendida en el suelo con las manos sujetas fuertemente a los brazos de él. No sintieron mi llegada, tampoco se percataron de mi presencia en la comida, así que tomé un vaso del comedor y lo lancé fuertemente hacía la pared. El ruido los hizo despertar de su lucha que a estas alturas ya se veía casi infantil.
Me miraron y el forcejeo cesó, mi madre con sus ojitos hinchados de tanto llorar me preguntaban que ocurría, mi padre en cambio estaba atónito, con la boca abierta, no entendía que es lo que estaba ocurriendo en ese momento. Eché el seguro hacía atrás y apunté. Mis padres se miraron dándose un despido y sin palabras se dieron cuenta que se amaban mucho y que todos estos años habían caído en el error del lamento, un lamento que los tenía así, como simios en la prehistoria. Según ellos les había llegado su hora, su tiempo de partir.
El revolver de pronto cambió de dirección y tembloroso posó en mi cien, el lugar estaba tétrico y opaco como en el funeral de mi hermano, seguramente así se sintió cuando su sangre salía a borbotones de sus brazos, la diferencia que él lo tenía todo planeado y yo en cambio estaba marcando mi destino espontáneamente, de manera inesperada.
Cerré mis ojos y me acordé de ti, pero este no era tú momento, no eras el protagonista del partido o la luz de la grisácea ciudad. Te imaginé entre el cielo y la tierra, porque ahí se van los que se suicidan, ahí estuve cuando me drogué y estaría próximo a estarlo nuevamente. Acerqué el revolver un poco más y les dije. Esto va por mí y apreté el gatillo…



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