20 marzo 2007

La Hora


Llegamos al punto donde cayó el avión al mediodía. El aroma de la carne chamuscada nos había conducido al lugar preciso, como le ocurre a los carroñeros con algún cadáver disponible. En las cercanías, un individuo pálido y de expresión demacrada, enfundado en un abrigo negro, apuntaba algo en una libreta o hacía bosquejos de la escena, no nos quedó claro al principio.

Martín Gutiérrez era el primero en la fila de la expedición de rescate, la selva es tan impredecible que es necesario que alguien tome el liderazgo y abra camino entre las plantas y árboles de la verde espesura. Él, como todos, tenía la certeza de que nadie se encontraría vivo, nadie, a excepción de este hombre.

Los paramédicos comenzaron a buscar algún sobreviviente entre los escombros. Gutiérrez, en cambio, se sentó al lado del joven pálido, sacó su cantimplora y bebió las últimas gotas de agua, con su brazo izquierdo se limpió el sudor de la frente. Luego, se preocupó que nadie lo mirara y chupó la transpiración hasta que su brazo volviera a quedar seco.

- Veo que tienes calor – Habló el chico de negro.

- Sí y mucha sed también- Respondió con toda tranquilidad Gutiérrez – Y tú, ¿qué haces aquí?- Agregó.

-Yo, bueno, tomo notas. En realidad saco cuentas, pero los números no me cuadran – Respondió el pálido joven.

-¿Cómo es eso?

-Sí, números, acá todos son números. En el avión deberían haber sesenta y cinco muertos, pero yo sólo marco sesenta y cuatro. Hay uno que no cuadra, probablemente no subió nunca al avión.

Gutiérrez se puso pálido, comenzó a temblar.

- ¡Acá no queda nadie jefe! – Gritaron en conjunto los paramédicos.

Gutiérrez sólo atinó a levantar la mano señalando que había entendido el mensaje. Aquel día, muy temprano, él debería haber abordado ese avión, rumbo a Manaos, una ciudad en medio de la selva amazónica del Brasil. No alcanzó a subir, pero sí su maleta y eso era lo que lo tenía ahí, en medio de la nada.

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