el post número 100. Esta plantilla es definitiva.
Los actores de plaza de armas
Por Sebastián Fuentes.
José Martínez se sienta todos los días a tirarle migas a las palomas en la plaza de armas, lo hace casi por costumbre, como si su sueldo de jubilación estuviera en las sobras del pan. Se sienta, saca una bolsa de plástico no muy grande y se deja claudicar con sus pensamientos. Mira las palomas, las analiza un poco, espera que los ratones con alas se pongan de acuerdo en quien atacará primero. No resulta. En cuanto saca la bolsita todas se aglutinan para obtener algo.
Martínez le tira las ideas a las palomas, no conversa con nadie y mira el horizonte; la catedral, los pintores bohemios, la galería comercial que alguna vez – en los tiempos de la colonia – fue el mercado central, los peruanos tratando de encontrar patria entre caras de deprecio, la cúpula donde está el ajedrez y sus anacrónicos jugadores. Tiene la mirada perdida, pero en el fondo siempre está buscando algo, a los amigos de antaño, aquellos con los que solía recorrer la calles del centro buscando donde tomarse una cañita. Pero por más que busca no los encuentra, a esas alturas Martínez debe pensar que están todos muertos, que pasaron a mejor vida. Vive con el recuerdo y las palomas no juzgan apariencias, menos la de él, con su terno negro a rayas que con el tiempo le fue quedando grande y su sombrero que esconde su avanzada calvicie. Martínez es una foto póstuma de Carlos Gardel cincuenta años después de su muerte.
Con su atuendo fácilmente cantaría un tango, como lo hacían algunos de sus amigos en la misma plaza, como habría conquistado a su mujer décadas atrás, en el mismo lugar, regalándole sagradamente las flores que alguna vez vendió una señora en la esquina de Catedral, donde la plaza era un lugar más habitable, más pintoresco.
Miró nuevamente a su alrededor, al centro de Santiago y vio cuánto había cambiado con el tiempo; de ser un lugar lleno de pasto, con piletas, arboles que crecían casi de manera natural, de paseos idílicos, a transformarse en una manzana llena de cemento, con carabineros por todos lados, haciendo vista gorda a vagos y asaltantes que aprovechan la sombra de los mal cuidados arboles y las largas bancas para acostarse.
La modernidad.
Pero Martínez no era nadie ante aquel monstruo del tiempo y miraba el lugar como lo único propio que le iba quedando: la plaza y sus fieles palomas. Sus paseos de niño, con su padre mirándolo correr por las angostas callecitas que hacían del centro cívico digno de ser comparado con cualquier parque francés.
De eso ya no queda nada, solo las viejas estructuras de gobierno que entrada la tarde dan una sombra melancólica, donde los actores empiezan a cambiar.
La nueva Lima en la calle Catedral hace su entrada triunfal con platos típicos peruanos, hechos por los mismos inmigrantes y las doncellas de la noche comienzan a aparecer entre las sombras, con trajes hediondos a naftalina, un poco sucios y demasiados apretados, dejando ver esos rollos de más producto de múltiples embarazos no deseados, de amantes anónimos. Sus rostros están golpeados, heridas por el uso, pero siempre firmes en el lugar, como esculturas de viejos héroes nacionales, todos mal cuidados y cagados por las mismas palomas que el viejo Martínez suele alimentar todas las tardes en la plaza de armas.