Mira las Flores
El agua del río chocaba con las piedras, sonaba. El viento en la cara y un atardecer perdiéndose entre las nubes, entre los grandes álamos que estaban en dirección a la costa. Todo era color salmón, quizás un poco más claro, morados y celeste, naranjos y amarillos pasteles, los colores eran como en las pinturas, cuando pintan cielos en los cuadros.
Las casas eran de adobe, otras eran más modernas, de madera, y algunas prefabricadas. Estaban construidas de tal manera que se pudieran dejar los caballos en la entrada, eran rectangulares y antiguas, muy antiguas.
El cable no llegaba y menos el Internet. Los huasos ahí sí existían, se levantaban a las seis de la mañana y se acostaban a las diez de la noche, cuando terminaban las noticias en los canales nacionales.
Gente de esfuerzo, de la tierra y sus productos. Dependiendo del sudor y la sangre de sus cuerpos para llevar todos los días algo para comer. No era pobreza, sino que puro esfuerzo, algo que se traspasaba de generación en generación, de tiempos inmemorables, desde que el pueblo aún no existía.
Aún atardecía y nosotros comíamos maravilla a orillas de un canal. Los tenues rayos del sol golpeaban nuestras caras. Su rostro brillaba dorado, sus ojos se iluminaban, como si el sol estuviese ahí dentro. Los perros ladraban a lo lejos y las gallinas estaban ordenando sus pollitos para irse al gallinero. Era el momento en que todos empiezan a guardar sus cosas para irse a sus casas, las palas, el chuzo, el arado. El momento de ducharse y comerse una cazuela bien calentita para el frío y el hambre. Luego de eso, a dormir.
De los techos de las casas salía el humo de las chimeneas, el olor a humedad, a pasto y tierra mojada, a las frutas y verduras en las cosechas. Todo se impregnaba en el aire, se adhería bien a la ropa, como un perfume, pero que dejaba un rico gusto en el paladar.
Ella le sacaba la cáscara a las semillas de maravilla, yo me las comía. A ella no le importaba, no se demoraba nada pelándolas y le gustaba que yo se las sacara.
-En esta parte del canal yo me sentaba y escuchaba música, me gustaba estar aquí.
-Es bonito, pero hay otra música, la del ambiente. La verdad, es que estoy muy relajado. Respondí.
-Que bueno, hacía falta esto, irse por un tiempo de la agitación de Santiago. Me encanta estar acá ¿A ti no? Señalaba ella, completamente concentrada en sacarle las cascaritas a la maravilla.
El sol ya se estaba escondiendo casi en su totalidad y la sombra llegaba a nuestros puestos. Los pantalones los tenía húmedos por la tierra mojada, pero no me importaba. Lo interesante era estar allí, en ese lugar idílico y anacrónico.
-Sí, la verdad es que necesitaba esto, ya no me dan ganas de tirarme al metro. Me faltaban un par de días en la nada. Respondí.
-Pero estás conmigo, no soy nada.
-Sí y eso es lo mejor de todo, el estar contigo. Agregué.
El agua del canal ya no era tan cristalina, la oscuridad la volvía paulatinamente oscura. Los queltehues gritaban sus cantos de irse a casa, el viento helado acompañaban las mismas ganas de las aves. Me sentía tan pequeño, tan sencillo frente a todo esto que no tenía muchas intensiones de volver a la capital. Aquí todo era tranquilidad y esa paz llegaba a mí como un relajante muscular.
- ¿Vamos a la casa? Preguntó ella.
-Vamos. Respondí asintiendo con la cabeza.
De pronto pasamos por un jardín con muchas rosas, eran todas grandes y llenas de pétalos. Dignas de ser admiradas por cualquier transeúnte.
-Mira las flores, son bellas, como todas las cosas de acá.
- Acá las flores son siempre hermosas, debe ser por el agua o el clima. Respondió contenta y preocupada de que no me diera frío – Miraflores – Agregó.
-¿Cómo? Pregunté.
-Miraflores. Sí, así se llama el pueblo.
Luego, tomó mi mano y me llevó por la carretera, hacía la nada, a recorrer la única calle principal, la escuela, la posta, los almacenes. Las flores, la tranquilidad, la sencillez, el viento con su olor rico, el río, su gente, sus cazuelas y pantrucas, las gallinas, los caballos, los colores pasteles del ambiente. Todo esto, en un lugar llamado Miraflores, junto a la muchacha que irradiaba el sol con sus ojos.